—Es que es muy pedo —dijo Eduardo—, siempre anda burro, estoy seguro que si
avientas un cerillo, truena.
Antonio sonrió mientras ponía una caja en el suelo que estaba llena de huesos y figuras
arqueológicas que habían recogido esa tarde en el barranco.
—¿No se enojará Juan Camaney? —preguntó Antonio. A lo mejor llega ahorita y se
saca de onda.
—No, no hay bronca, el Juan Camaney es cuate —dijo Eduardo—, además, siempre nos
da chance de entrar para chupar, no hay pedo, loco, porque estamos repartiéndonos
estos tepalcates, güey.
—Bueno nada más te preguntaba porque no quiero pedos, cabrón, ¿va?
—Sí, sí, güey, ya, abre la caja, ¿no?
La noche cayó como persiana que baja, como animal invisible que se alimenta de luz,
Antonio y Eduardo terminaron de repartirse las cosas y Antonio sacó un tabaco.
—Saca uno, ¿no? —dijo Eduardo.
Mientras encendían los cigarros Eduardo observaba las cosas más deterioradas, estaban
feas, feas.
—¿Cómo ves si le dejamos un regalito a Juan Camaney? —Antonio entendió enseguida
de qué se trataba y contestó.
—Órale, vamos a dejarle unos huesitos.
Eduardo soltó una carcajada.
—¡El pedote que le vamos a sacar cuando abra la puerta y vea unos espantosos monos
antiguos revueltos con huesos humanos, se va a mear del susto!.
—¡A huevo! —dijo Antonio, riéndose también.
—Mira, se los acomodamos acá, de una manera muy loca para que alucine más: esta
cadera por aquí y este fémur están bien acá…, también estas dos caras.
Antonio los cogió e hizo una figura con los huesos y las caras de barro.
—Así, cuando abra la puerta, lo primero que va a ver es esto y…, ¡puta madre!, lo más
seguro es que va a llegar todo pedo e incoherente.
Sus risas se mezclaron con el ruido de una puerta que se cerraba y se perdieron una
noche calurosa de provincia.
Juan Camaney azotó la puerta de la camioneta, un bote de cerveza se le resbaló de las
manos y cayó al suelo. Juan ni cuenta se dio, llegaba tan borracho como todas las
noches; pasó de largo tambaleándose y hablándose a sí mismo. Era velador en las
oficinas de una compañía henequenera alemana que casi siempre se encontraba sola.
Por lo mismo, tenía bastante libertad para irse de juerga, pero esta noche iba a ser
distinta.
Abrió la puerta de un empujón, buscó en la pared el botón de la luz, la encendió y lo
primero que vio fue una figura hecha de huesos y caras de barro que lo miraban
fijamente; un miedo intenso lo invadió y con una reacción violenta voló los objetos de
una patada tambaleante.
“¡Chingada madre, me están embrujando!” , pensó en voz alta, “ ¡ha de ser la pinche
puta Josefina!, además yo sé que le gustan las chingaderas esas…”
A Juan se le cortó la borrachera, con una idea obsesiva en su mente se dirigió a la
recámara por su escuadra, “¡pinche vieja, vas a ver con quien te estás metiendo… y ni
creas que le tengo miedo a tu pinche hermano!…, ¡yo también soy tira!” . Juan cargó su
pistola y se guardó un peine más “ Por si hay pedo” , pensó.
La camioneta iba a velocidad regular, “Cuatro y media” —se dijo Juan observando su
reloj. A esta hora ha estar en la cama con algún cabrón..., “ ¡te voy a chingar culeando,
cabrona, para que te vayas en tu pinche oficio!” . Juan detuvo la camioneta en la calle
donde vivía Josefina, mirando hacia su ventana vio las luces prendidas.
“¡Ahí estás maldita bruja…, ora sí te va a llevar la chingada...” Con un movimiento
rápido, bajó de la camioneta y se dirigió a la puerta del edificio de departamentos.
Estaba tan obsesionado en su idea que no vio a tres hombres que fumaban dentro de un
carro aquella madrugada, escuchando la radio.
Juan llegó a la puerta de Josefina y la abrió a patadas. Sus rostros asombrados no
alcanzaron a decir palabra y el acompañante de ella vio como le vaciaba la carga de la
pistola. Juan salió tan rápido como había llegado, pero el acompañante gritó por la
ventana a los que estaban abajo: “ ¡Agarren a ese puto va saliendo!!!” Al llegar a la
puerta lo recibieron con una ráfaga, una vomitada de tres armas al mismo tiempo.
El hombre al fin bajó y mientras se arreglaba la ropa les dijo.
—Hablen a la jefatura, hay dos muertos, que venga el ministerio público.
—¿Qué pasó, cabrón, qué pedo? —preguntó uno.
—¡No sé pero casi me matan! —contestó, y llegó vuelto madre y le vació su fusca a
Josefina.
Eduardo y Antonio se levantaron temprano, esta vez iban a escarbar en las partes más
bajas del barranco.
| Autor: Rodrigo González Texto tomado del libro "Rockdrigo González" |