vendredi, mai 18, 2007

Los corazones hambrientos de Benidorm

Aquella era sin duda la peor opción que se podría ofrecer a un adolescente como Samuel. No es que no quisiera a su abuelo, le adoraba. Pero la perspectiva de pasar toda una semana a su lado en el apartamento de Benidorm le deprimía. En Madrid quedaba la hermosa Patricia, el partido del sábado con los amigos y la excursión en bicicleta a la sierra. Trataba de no pensar en lo que le esperaba. Traía consigo música y juegos suficientes como para no tener que hablar demasiado con el viejo.

La primera impresión cuando bajó por fin del autobús fue exactamente como temía. Ahí estaba su abuelo Tirso con su aburridísimo amigo Don Valerio esperando en el andén. Le ofrecieron un paseo por la playa, un enorme derroche de simpatía agobiante y toda una colección de chismes y ocurrencias paleolíticas. El niño asentía educado a cada comentario mientras contaba las baldosas al andar. No le gustaba mirar a la cara de su abuelo; el rostro cansado y ajado por los sinsabores de la vida, el brillo de vidrio enterrado de sus ojos, los pliegues trémulos de la piel desnuda de su cuello, el olor a vida agotada. Aunque Samuel aún no lo sabía, le aterrorizaba tomar conciencia de su propia mortalidad en cada suspiro del abuelo Tirso.

Samuel había afrontando ya el primer día de destierro cuando el abuelo le propuso el apasionante viaje a la cafetería más octogenaria de todo Benidorm, Los Corazones Hambrientos, donde habría de pasar toda una tarde delante de una esbelta leche merengada. Que no me hable de la Posguerra, era el único deseo de Samuel.

Fue entonces cuando sucedió, cuando ella apareció. Samuel levantó la vista del vaso y observó la mirada perdida de su abuelo. Aquellos ojos tristes traspasaban cuatro o cinco mesas hasta llegar a una elegante señora que le saludó con la cabeza. Parecía una vieja gloria del cine. Aquella mujer tenía que haber sido muy hermosa, pensó mientras observaba como su abuelo apartaba tímido la mirada y enrojecía. Le gustaba, ¡no podía creerlo!. Resultaba divertido ver al viejo Tirso perturbado por lo ojos de una mujer. Resultaba emocionante ver cuánta vida había tan cerca del final. Resultaba aterrador comprobar que el amor hería hasta el último suspiro.

Samuel se armó del valor que le faltaba a su abuelo y preguntó por ella. “Tonterías” respondió Tirso ahogando un carraspeo delator. Pero ella también miraba. Y sonreía dulce y coqueta mientras se colocaba el tirante de su vestido rojo technicolor. Y entonces Samuel la llamó con un gesto de la mano ante el estupor de su abuelo. La señora se levantó. Aquélla gloria de pantalla grande venía hacia su mesa. Todo un triunfo para el audaz muchacho.

Cuatro mesas redondas de mármol separaban el encuentro cuando, de pronto, un obstáculo mayor se interpuso en el camino del amor. Don Tomás, el octogenario más pudiente de Los Corazones Hambrientos, apareció entre la selva de sillas y saludó a la dama con la elegancia propia de los años cuarenta. Habló, aduló, volvió a hablar y volvió a adular. Invitó a la dama a sentarse a su mesa. Ella tardó en responder el tiempo justo de mirar por encima del hombro del viejo rico a Tirso y ver cómo éste apartaba su mirada y se concentraba en remover el café más amargo de su vida. Y así, a dos mesas de distancia, el futuro se troncó en lo que siempre había sido; una muesca más para Don Tomás, un nuevo dolor oculto para el abuelo.

- Venga, nos vamos a casa. Quiero enseñarte unas fotografías que aún no has visto.

Samuel se levantó inquieto, sintiendo con la cabeza y pensando con el corazón por primera vez en su vida.



Imagen del diario "Los Tiempos"



Autor: nosurrender (Don Lagarto)

Esta pequeño relato fue posteado en este blog, que intenta ser una colección de historias y relatos propios de cuidad, con permiso de don Lagarto (nosurrender) , y a quien, por supuesto, recomiendo visitar en: El Lagarto en tu laberinto

jeudi, mai 03, 2007

La mañana en el jardín

Cristina Pacheco

El trozo de madera cae enmedio del estanque. Los círculos concéntricos desaparecen y en segundos el agua recobra su tersura. Abelardo se inclina y elige una piedra. Esta vez la arroja al aire sólo para atraparla en su caída. El éxito de una jugada imaginaria le arranca una exclamación:

–¡Mucho, portero! ¡Qué padre te aventaste, mi Lalo!

Se pasa la piedra de una mano a otra, como si se tratara del balón, y piensa en sus compañeros de la fábrica. Aunque lo esperan el sábado, no asistirá al juego en el llano de La Purísima. Al final lo acosarían a preguntas. El no tendrá fuerzas para inventar que aún no ha buscado trabajo porque desea tomarse unas vacaciones después de catorce años sin descanso.

–Y me quejaba por eso. ¿Cómo ves? –le dice a un pato de plumas carcomidas que corre hacia el estanque.

Abelardo se queda observando la forma en que el animal se desliza en el agua sin mojarse las plumas. Lanza la piedra contra la soberanía del pato:

–¡Pendejo: no me dejes hablando solo!

Celebra su ocurrencia con una carcajada que le irrita la garganta y lo hace toser. No encuentra su pañuelo en el bolsillo. Piensa en volver a la casa y buscarlo entre las toallas húmedas del baño o las sábanas desordenadas y quizás aún tibias.

Piensa en Rosaura. Hace menos de una hora que, como todos los días, caminaron juntos hasta la terminal. Por primera vez sólo su mujer abordó el microbús rumbo al trabajo. El se quedó inmóvil, mirándolo alejarse.

Cuando el microbús desapareció al fondo de la avenida, Abelardo asumió su nueva condición de desempleado. Al decírselo experimentó la misma sensación de abandono que cuando, de niño, su padre lo dejaba en casa de su abuela mientras se iba a trabajar a Villa del Carbón. Don Evaristo volvía los sábados, muy tarde, malhumorado y exhausto. El domingo se despedían en la terminal. A pesar de tenerlo prohibido, Abelardo iba tras el autobús hasta que sus esfuerzos por alcanzarlo eran inútiles. A la sensación de abandono se sumaba la de fracaso.

Oprimido por el recuerdo, Abelardo se alejó de la terminal. Las calles, los semáforos, los flujos del tránsito le marcaron el rumbo en su primer día fuera de la fábrica. Varias veces tuvo la ocurrencia de dirigirse a ella y merodear, con la esperanza de otra oportunidad. Tal vez su jefe hubiera comprendido que no es fácil conseguir un trabajador capaz de moverse en cuatro áreas sin dificultad, sin sueldos complementarios ni vacaciones.

Abelardo se dio cuenta de que su sueño era un delirio y si daba vueltas por la fábrica el policía, olvidando su antigua amistad, iba a darle el mismo trato que a los vagos del rumbo: “Retírese por favor”. No tenía caso exponerse a semejante humillación. El feroz claxon de un tráiler lo obligó a detenerse. El peso del torton estremeció la tierra. La vibración le recordó su miedo a los temblores y su pesadilla recurrente desde el 85: morir solo en la calle y quedar sepultado bajo escombros.

Sintió urgencia por ver gente y se encaminó al parque cercano. Allí no encontraría ningún guardia que le dijera “Retírese por favor”. Su tranquilidad desapareció ante la presencia de los corredores y gimnastas que circulaban por las veredas. Sus movimientos cronometrados y sus atuendos deportivos lo cohibieron. Para evitarlos se dirigió al estanque. Mientras avanzaba se preguntó cómo diablos terminaría esa mañana.

Los patos le recordaron, por su blancura, a los deportistas. Sintió una súbita antipatía hacia ellos. Le disgustó que estuvieran en el parque, corriendo y flexionándose para mantenerse esbeltos y sanos, mientras que él había caído allí sólo por no tener otro lugar adónde ir. Eligió un trozo de madera y lo arrojó al estanque.

II

Abelardo escucha un sonido metálico. Se vuelve y descubre a una enfermera que empuja despacio, fastidiada, una silla de ruedas. Piensa que está vacía pero cuando cruza frente a él descubre, hundida en una cobija blanca, a una anciana. Se divierte imaginando que está paralítica, es millonaria e insomne.

Abelardo se pregunta qué puede quitarle el sueño a una anciana acaudalada. Vacila antes de darse una respuesta satisfactoria: “Ha de ser muy cabrón no saber a quién dejarle la herencia o si la enfermera va a desbarrancarla en uno de sus paseos matutinos”.

Sigue con la mirada a la enfermera. La ve detenerse para cruzar la avenida. Abelardo recuerda el tráiler que estuvo a punto de arrollarlo. Podría aparecer otro cuando la anciana y su cuidadora estén atravesando. Sin pensarlo, corre hacia las dos mujeres. “¿Puedo ayudar?” La enfermera finge una sonrisa, se lleva la mano al pecho, saca un espray y le rocía la cara.

Desconcertado, Abelardo retrocede y se frota los ojos. Teme haber perdido la vista: “No veo, estoy ciego”. Sus gritos se confunden con los de la anciana: “Asesino, bandido, ladrón”. Atraídos por el escándalo, se acercan los deportistas. Para Abelardo son manchas blancas que jadean y huelen a sudor; aún así trata de explicarles lo que sucedió: “Sólo quería ayudarlas, pero me atacaron. No veo”.

Una mujer con portafolios se dirige a la anciana: “No se preocupe, abuelita. Ya viene la patrulla para llevarse a este desgraciado”. Atónito, a punto de llorar, Abelardo protesta: “Oígame, ¿qué le pasa? Déjeme explicarle”. La anciana lo interrumpe: “No me interesa. Guárdese sus alegatos y sus mentiras para cuando venga la policía”.

Abelardo se frota los ojos y parpadea hasta que al fin recobra algo de visión. Sonríe. La enfermera, escandalizada, agita la cabeza: “Y para colmo, ¡cínico!” La anciana le toma la mano a la mujer y se la besa llamándola “mi ángel, mi salvadora”. Una deportista, sin interrumpir su carrera estacionaria, se dirige a la enfermera: “¿Dónde compraste el espray? Quiero uno. Imagínate que todas las mañanas vengo aquí. ¿Qué tal si un día me sale un depravado como éste?”

Se escucha el aullido de las sirenas. Los testigos cierran el círculo en derredor del sospechoso. En cuanto ven a los policías armados con metralletas todos señalan a Abelardo: “Es él...” “Quiso atacar a la ancianita”. “Si no ha sido por su cuidadora...” Al ver que Abelardo se lleva la mano al pecho, la deportista suspende su carrera estacionaria y alerta: “Cuidado: puede traer pistola”.

Los policías lo cercan. Abelardo los rechaza: “No. Me duele el pecho, me falta el aire”. Un cabo lo sorprende por la espalda y lo inmoviliza con una llave: “Y más te faltará, cabrón, cuando estés refundido en el tambo. ¡Jálale!” Abelardo se resiste y otro policía, con la culata de su rifle, le asesta un golpe en la espalda. Electrizado por el dolor, Abelardo se desploma. “Qué feas cosas están sucediendo”, dice la mujer del portafolios antes de alejarse. La corredora estacionaria le pregunta de nuevo a la enfermera dónde compró el espray. “En el Eje Central y baratísimo: es chino”.

Abelardo siente recrudecerse el dolor en su pecho. Un policía se inclina sobre él: “No te hagas. ¡Levántate!” El acusado permanece inmóvil. La anciana exige que la pongan al tanto de lo que está sucediendo. Su enfermera le responde: “Ahora el maldito quiere hacerse el enfermo del corazón”. La corredora estacionaria suelta una carcajada y agrega, en alusión a las noticias: “Como que se están poniendo de moda los cardiacos. ¡Qué fácil!”

Irrumpen en el jardín otros policías. El más corpulento da órdenes mientras que los demás procuran apartar a los curiosos. Abelardo los ve como figuras alargadas pero no logra distinguir sus rostros. Una placidez extraña lo invade. Le gustaría prolongarla, pero otra punzada le quita la respiración y lo asfixia antes de que llegue a saber cómo terminará esa mañana.