Cristina Pacheco
El trozo de madera cae enmedio del estanque. Los círculos concéntricos desaparecen y en segundos el agua recobra su tersura. Abelardo se inclina y elige una piedra. Esta vez la arroja al aire sólo para atraparla en su caída. El éxito de una jugada imaginaria le arranca una exclamación:
–¡Mucho, portero! ¡Qué padre te aventaste, mi Lalo!
Se pasa la piedra de una mano a otra, como si se tratara del balón, y piensa en sus compañeros de la fábrica. Aunque lo esperan el sábado, no asistirá al juego en el llano de La Purísima. Al final lo acosarían a preguntas. El no tendrá fuerzas para inventar que aún no ha buscado trabajo porque desea tomarse unas vacaciones después de catorce años sin descanso.
–Y me quejaba por eso. ¿Cómo ves? –le dice a un pato de plumas carcomidas que corre hacia el estanque.
Abelardo se queda observando la forma en que el animal se desliza en el agua sin mojarse las plumas. Lanza la piedra contra la soberanía del pato:
–¡Pendejo: no me dejes hablando solo!
Celebra su ocurrencia con una carcajada que le irrita la garganta y lo hace toser. No encuentra su pañuelo en el bolsillo. Piensa en volver a la casa y buscarlo entre las toallas húmedas del baño o las sábanas desordenadas y quizás aún tibias.
Piensa en Rosaura. Hace menos de una hora que, como todos los días, caminaron juntos hasta la terminal. Por primera vez sólo su mujer abordó el microbús rumbo al trabajo. El se quedó inmóvil, mirándolo alejarse.
Cuando el microbús desapareció al fondo de la avenida, Abelardo asumió su nueva condición de desempleado. Al decírselo experimentó la misma sensación de abandono que cuando, de niño, su padre lo dejaba en casa de su abuela mientras se iba a trabajar a Villa del Carbón. Don Evaristo volvía los sábados, muy tarde, malhumorado y exhausto. El domingo se despedían en la terminal. A pesar de tenerlo prohibido, Abelardo iba tras el autobús hasta que sus esfuerzos por alcanzarlo eran inútiles. A la sensación de abandono se sumaba la de fracaso.
Oprimido por el recuerdo, Abelardo se alejó de la terminal. Las calles, los semáforos, los flujos del tránsito le marcaron el rumbo en su primer día fuera de la fábrica. Varias veces tuvo la ocurrencia de dirigirse a ella y merodear, con la esperanza de otra oportunidad. Tal vez su jefe hubiera comprendido que no es fácil conseguir un trabajador capaz de moverse en cuatro áreas sin dificultad, sin sueldos complementarios ni vacaciones.
Abelardo se dio cuenta de que su sueño era un delirio y si daba vueltas por la fábrica el policía, olvidando su antigua amistad, iba a darle el mismo trato que a los vagos del rumbo: “Retírese por favor”. No tenía caso exponerse a semejante humillación. El feroz claxon de un tráiler lo obligó a detenerse. El peso del torton estremeció la tierra. La vibración le recordó su miedo a los temblores y su pesadilla recurrente desde el 85: morir solo en la calle y quedar sepultado bajo escombros.
Sintió urgencia por ver gente y se encaminó al parque cercano. Allí no encontraría ningún guardia que le dijera “Retírese por favor”. Su tranquilidad desapareció ante la presencia de los corredores y gimnastas que circulaban por las veredas. Sus movimientos cronometrados y sus atuendos deportivos lo cohibieron. Para evitarlos se dirigió al estanque. Mientras avanzaba se preguntó cómo diablos terminaría esa mañana.
Los patos le recordaron, por su blancura, a los deportistas. Sintió una súbita antipatía hacia ellos. Le disgustó que estuvieran en el parque, corriendo y flexionándose para mantenerse esbeltos y sanos, mientras que él había caído allí sólo por no tener otro lugar adónde ir. Eligió un trozo de madera y lo arrojó al estanque.
II
Abelardo escucha un sonido metálico. Se vuelve y descubre a una enfermera que empuja despacio, fastidiada, una silla de ruedas. Piensa que está vacía pero cuando cruza frente a él descubre, hundida en una cobija blanca, a una anciana. Se divierte imaginando que está paralítica, es millonaria e insomne.
Abelardo se pregunta qué puede quitarle el sueño a una anciana acaudalada. Vacila antes de darse una respuesta satisfactoria: “Ha de ser muy cabrón no saber a quién dejarle la herencia o si la enfermera va a desbarrancarla en uno de sus paseos matutinos”.
Sigue con la mirada a la enfermera. La ve detenerse para cruzar la avenida. Abelardo recuerda el tráiler que estuvo a punto de arrollarlo. Podría aparecer otro cuando la anciana y su cuidadora estén atravesando. Sin pensarlo, corre hacia las dos mujeres. “¿Puedo ayudar?” La enfermera finge una sonrisa, se lleva la mano al pecho, saca un espray y le rocía la cara.
Desconcertado, Abelardo retrocede y se frota los ojos. Teme haber perdido la vista: “No veo, estoy ciego”. Sus gritos se confunden con los de la anciana: “Asesino, bandido, ladrón”. Atraídos por el escándalo, se acercan los deportistas. Para Abelardo son manchas blancas que jadean y huelen a sudor; aún así trata de explicarles lo que sucedió: “Sólo quería ayudarlas, pero me atacaron. No veo”.
Una mujer con portafolios se dirige a la anciana: “No se preocupe, abuelita. Ya viene la patrulla para llevarse a este desgraciado”. Atónito, a punto de llorar, Abelardo protesta: “Oígame, ¿qué le pasa? Déjeme explicarle”. La anciana lo interrumpe: “No me interesa. Guárdese sus alegatos y sus mentiras para cuando venga la policía”.
Abelardo se frota los ojos y parpadea hasta que al fin recobra algo de visión. Sonríe. La enfermera, escandalizada, agita la cabeza: “Y para colmo, ¡cínico!” La anciana le toma la mano a la mujer y se la besa llamándola “mi ángel, mi salvadora”. Una deportista, sin interrumpir su carrera estacionaria, se dirige a la enfermera: “¿Dónde compraste el espray? Quiero uno. Imagínate que todas las mañanas vengo aquí. ¿Qué tal si un día me sale un depravado como éste?”
Se escucha el aullido de las sirenas. Los testigos cierran el círculo en derredor del sospechoso. En cuanto ven a los policías armados con metralletas todos señalan a Abelardo: “Es él...” “Quiso atacar a la ancianita”. “Si no ha sido por su cuidadora...” Al ver que Abelardo se lleva la mano al pecho, la deportista suspende su carrera estacionaria y alerta: “Cuidado: puede traer pistola”.
Los policías lo cercan. Abelardo los rechaza: “No. Me duele el pecho, me falta el aire”. Un cabo lo sorprende por la espalda y lo inmoviliza con una llave: “Y más te faltará, cabrón, cuando estés refundido en el tambo. ¡Jálale!” Abelardo se resiste y otro policía, con la culata de su rifle, le asesta un golpe en la espalda. Electrizado por el dolor, Abelardo se desploma. “Qué feas cosas están sucediendo”, dice la mujer del portafolios antes de alejarse. La corredora estacionaria le pregunta de nuevo a la enfermera dónde compró el espray. “En el Eje Central y baratísimo: es chino”.
Abelardo siente recrudecerse el dolor en su pecho. Un policía se inclina sobre él: “No te hagas. ¡Levántate!” El acusado permanece inmóvil. La anciana exige que la pongan al tanto de lo que está sucediendo. Su enfermera le responde: “Ahora el maldito quiere hacerse el enfermo del corazón”. La corredora estacionaria suelta una carcajada y agrega, en alusión a las noticias: “Como que se están poniendo de moda los cardiacos. ¡Qué fácil!”
Irrumpen en el jardín otros policías. El más corpulento da órdenes mientras que los demás procuran apartar a los curiosos. Abelardo los ve como figuras alargadas pero no logra distinguir sus rostros. Una placidez extraña lo invade. Le gustaría prolongarla, pero otra punzada le quita la respiración y lo asfixia antes de que llegue a saber cómo terminará esa mañana.
jeudi, mai 03, 2007
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2 commentaires:
Aaah!! Tiempo atrás, ahce mucho, leí a la señora Pacheco. Creí haber superado la etapa de sus historias pero la nostalgia me invade.
Saludos...Ausente...
esto esta excelente
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