Cristina Pacheco
Asueñado, el guardia retira la cadena y abre la reja del cementerio. Sin mirar a la primera visitante de la mañana, le advierte que camine despacio, porque la tormenta nocturna deshojó los árboles y las veredas están resbalosas.
Nina se alegra de que el guardia no sea el mismo que la recibió los años anteriores. Le pregunta, como si no lo supiese, dónde queda la tercera sección. En medio de un bostezo el hombre señala hacia el norte.
Mientras avanza por el sendero, Nina observa los monumentos fúnebres. Le gusta, particularmente, el del ángel con las alas desplegadas y los pies hundidos entre lirios. La primera vez que vio la estatua, hace 19 años, se dijo que mandaría esculpir una idéntica para la tumba de Sotero.
Ahora se burla de sus sueños. A lo más que llegó fue a poner una cubierta de granito sobre la fosa de su amante. Cuando ordenó el trabajo, el lapidario le pidió información: "El segundo apellido del finado y su fecha de nacimiento. La de su muerte ya me la dijo: 19 de septiembre de 1985".
Cuando no pudo satisfacer al grabador, Nina se dio cuenta de que ignoraba cosas fundamentales acerca de Sotero: el hombre más importante de su vida desde que lo conoció en el taller donde ella era costurera y él capataz.
Para huir del recuerdo, Nina acelera el paso. Resbala y evita la caída aferrándose a la reja de una cripta. Entre los barrotes descubre a una araña inmóvil, como muerta, y a una mosca que avanza por la telaraña. Nina se acerca y sopla con la esperanza de alterar la ruta del insecto. No lo consigue y prefiere alejarse para no ver el desenlace.
II
La tumba de Sotero está rodeada por charcos y hierba crecida. Nina desliza la mano para retirar las hojas que ensucian la cubierta de granito. Ve la inscripción y piensa otra vez en todo lo que ya nunca sabrá acerca de Sotero. Sigue las letras de su nombre con el índice. Lo hace conla misma ternura con que acariciaba las cicatrices en el hombro derecho de su amante.
La única vez que ella le preguntó por qué tenía esas marcas, él se levantó de la cama disgustado, le ordenó que se vistiera y le advirtió: "Mis cosas son nada más mías. No vuelvas a preguntarme nada".
Nina tuvo que aplicar ese principio a todas las acciones de Sotero, incluidas sus ausencias y sus actitudes de favoritismo hacia otras costureras del taller. Las trabajadoras ignoraban la relación de Nina con el capataz, y eso les permitía referirse al acoso con que él las presionaba a cambio de conservarles el puesto, a abogar en su favor ante el patrón.
Al oír esos comentarios, Nina sentía repugnancia por Sotero; desprecio hacia sí misma por amar a un hombre indigno y cruel. Dividida entre la culpa y el deseo, consideraba la posibilidad de rechazarlo; pero olvidaba sus buenos propósitos en cuanto él volvía a desplegar sus artes de seducción. Entonces se entregaba sin memoria, sin reservas, sin reproches, sin miedo.
En secreto, Nina acabó por odiar a todas sus compañeras y por obsesionarse con las de nuevo ingreso. Su último tormento fue Gloria. Después de una semana de trabajar en el taller, a principios de septiembre de 1985, Sotero le ordenó a la recién llegada que sustituyera a Nina en la máquina over.
Sin protestar, Nina aceptó la transferencia al área de planchado. Los siguientes días tuvo que esforzarse para no seguir las recomendaciones que sus compañeras le daban a la hora de comer: "No seas tonta: pide una cita con el patrón y dile lo que el pinche capataz acaba de hacerte".
Nina justificaba su mansedumbre: "Al patrón no le gusta que andemos con chismes. Sotero puede salirle con que me cambió porque estoy trabajando mal y a lo mejor hasta me liquidan". Alicia, la más aguerrida de todas, insistía: "Pues te vas a otro taller. Con la experiencia que tienes, me canso que rápido te contratan".
Nina se mordía los labios para no confesar que si algo la anclaba en ese taller era la esperanza de que Sotero formalizara su relación. Por eso fue tan dichosa la tarde en que su amante, en vez de llevarla al hotel, le dijo que irían a su casa porque deseaba pasar toda la noche con ella.
Ilusionada, agradecida, Nina apenas se atrevió a decirle que los miércoles por la noche su madre la llamaba desde Chilpancingo a la casa de una vecina para darle noticias de sus hermanos. Sotero la tranquilizó: "Le hablas mañana y le dices que recibimos un pedido urgente y que te quedaste trabajando horas extras".
Fue una noche maravillosamente fatigada en los encuentros amorosos. La excitación mantuvo a Nina despierta. Mientras acariciaba la espalda de su amante, repetía la fecha más feliz de su vida con la promesa de recordarla siempre: 18 de septiembre de 1985.
III
Nina paga los servicios del camposantero que la ayudó a limpiar la tumba. La cubierta de granito resplandece y un pálido rayo de sol cae sobre la única fecha que acompaña el nombre de Sotero: 19 de septiembre de 1985. Nina se tortura con la eterna pregunta: ¿qué habría sucedido si aquella mañana hubiera insistido para que Sotero la acompañara hasta la esquina del taller?
En vez de hacerlo esperó a que él se durmiera y salió a la calle, con el cuerpo aún húmedo y tibio, urgida de presentarse en su trabajo antes de que Evaristo, el jefe de turno, castigara su retardo con tres días de suspensión sin goce de sueldo.
Nina recuerda que al pasar frente a la panadería, como siempre, miró el reloj: eran las 7:15. La certeza de que estaba a tiempo la tranquilizó. De pronto, sintió como si le golpearan el pecho. Perdió el equilibrio, se apoyó en la pared y contempló una escena distorsionada que atribuyó al desvelo: edificios tambaleándose, cables girando enloquecidos, chisporrotazos, vidrios estrellándose contra el suelo. Una piedra le rozó el hombro y le desgarró la piel. Alguien le gritó: "¡Corra!" Nina obedeció por instinto, sin comprender su impulso de escapar ni de qué huía.
Empezó a entenderlo cuando por fin logró llegar al taller. Tirado junto a la puerta caída, entre piedras, vio el cuerpo de Evaristo. Sobre la escalera intacta llovían tierra y polvo. Temblando, Nina subió los dos tramos que la separaban de su área. Lanzó un grito cuando vio la confusión de escombros, rollos de tela, figurines, máquinas, cuerpos. Bajo la over había quedado Gloria.
Antes que en su familia, pensó en Sotero. Lo único que le importaba era volver junto a él, comprobar que estuviera a salvo y decirle: "Estoy viva". No imaginó siquiera que le resultaría imposible hacerlo: del edifico donde había pasado la noche con su amante sólo quedaba un hueco enorme coronado por una nube de humo negro.
IV
El tañido de una campana libera a Nina del recuerdo y la devuelve a su realidad. Tiene que asistir a la misa que cada año celebran las costureras en memoria de las fallecidas durante los terremotos, y después presentarse en su trabajo.
Nina es detallista en una fábrica de ropa. Ya no recibe llamadas los miércoles: su madre murió y sus hermanos emigraron a Estados Unidos. Las raras ocasiones en que le hablan por teléfono la invitan a que siga sus pasos: "Allá todo está cada vez peor y ya no queda nadie de la familia. ¿Qué esperas para venirte con nosotros?" Nina responde que ya no está en edad de correr aventuras. Su explicación oculta el único motivo que la retiene aquí: Sotero.
Rumbo a la salida, al pasar frente al monumento donde estuvo a punto de caer, Nina se detiene y mira: en la telaraña sólo queda el esqueleto arriscado de la mosca.
A manera de epílogo...
Sin duda alguna uno de los episodios mas tristes en la ciudad de México fue el terremoto del 19 de Septiembre de 1985, y una de sus historias más escalofriantes y dolorosas es precisamente la de las costureras del centro. La zona centrica de la ciudad fue seriamente castigada por la impetuosidad de Coatlicue, que dejo en ruinas cerca de 800 fábricas y talleres que a su vez hicieron de sepulcro de más de 600 costureras, pero lo peor fue que cuando muchas de esas mujeres proletarias tuvieron la posibilidad de haber sido rescatadas, fueron abandonadas por codiciosos patrones que dieron prioridad al salvamento de cajas fuertes, ropa y maquinaria.
mardi, septembre 19, 2006
mercredi, septembre 13, 2006
La tormenta
Cristina Pacheco
Envueltos en sus cobijas, los ancianos parecen crisálidas. En sus rostros hay señales de alerta. Ahondan las líneas en sus frentes, enredan los ángulos de sus ojos, subrayan las comisuras que enmarcan una sonrisa de alivio que, por momentos, es también de temor: nadie sabe si volverán a estar en peligro.
Todos al mismo tiempo hablan de la tromba en voz alta, perforada por carraspeos y toses. Recuerdan que a las 8:37... Corrigen: no, a las 8:40, porque estaba dándole cuerda a mi reloj y vi la hora. Sea como fuere, oyeron golpes en sus ventanas. Cada uno los interpretó a su modo: "Creí que era el viento". "Pensé que estaba temblando". "Eugenio me apedrea los vidrios".
Eugenio se siente orgulloso de que Delia, su eterna enemiga, lo haya mencionado sin repetir los insultos: apestoso, majadero, aburrido, meón, bueno-para-nada, cegatón, feo. Eugenio le agradece en especial que hoy no lo llame "viejo inútil". Después de todo él fue quien retiró los trozos de hielo que le impedían a Delia abrir su puerta.
Aurelia, la más pequeña de estatura, logra imponer su voz para dar su interpretación de la granizada. "Cuando mi hermana Julia murió, escuché los mismos golpes en toda la casa, por eso el miércoles pensé: de la familia nada más quedo yo. Llegó el momento de irme. No me dio miedo, sólo me encomendé a Nuestro Señor". Toma la punta de la cobija y la sube hasta su barbilla para evitar que se escape el calor de su cuerpo: señal de que sigue viva y que dentro de un mes superará a su hermana Julia, fallecida a los 92 años.
Incómodo ante la alusión a la muerte, Jerónimo se apresura a contar que la lluvia entró en su cuarto por el vidrio roto. No insiste, como otras veces, en que lleva años pidiéndole a la administradora del asilo que se lo reponga; sólo habla de los goterones que salpicaron su sillón y la revista en la que estaba leyendo un artículo acerca del reservorio de plantas que se instalará en la Luna por si sucede algo en la Tierra.
Irene se despoja de la manta que cubre también la botella color ámbar, donde se hunde en el agua una larga rama de hiedra. Hace tres años, antes de asilarse, la cortó de la enredadera en el patio de su casa: una ruina tan olvidada como ella. Está segura de que su vida se prolongará hasta el día en que la hiedra crezca lo suficiente como para tapizar las paredes de su cuarto. Afirma que al oír la granizada y los raudales de agua bramando en los patios corrió a poner la botella ámbar en la repisa.
Sadot enciende un cigarro. Nadie protesta. Después del gran peligro en que estuvieron, para los ancianos hoy no significa nada el humo del tabaco.
Miran cómo envuelve a Sadot mientras asegura que al ver las corrientes recordó sus ríos de Veracruz, y cómo arrastraban de un poblado a otro la música de los arpistas. El sonido era una invitación para que todo el mundo acudiera a un casorio, un bautizo, unas bodas de plata, la llegada de un párroco nuevo o el retorno de un hijo derrotado por la violencia en la frontera.
Sadot no concede importancia a las miradas incrédulas que intercambian sus compañeros. Sabe que lo que cuenta es tan cierto como que la música jarocha igualaba a las gentes que iban a las fiestas sin que nadie les cerrara las puertas porque estuvieran mal vestidos o profesaran otra religión.
Fabiola suspira -"Qué bonito"-, y dice que le gustaría conocer el mar. Espera poder cumplir su sueño antes de que caiga otra granizada y destruya parte de su techo. Se lleva las manos a la cabeza, detecta entre los mechones de pelo una piedrita y se la entrega a su vecino como prueba del riesgo en el que estuvo.
Imaginar su cuerpo atrapado entre bloques de yeso y piedras la conmueve. Fabiola llora sobre el cadáver en que por fortuna no se convirtió. El hecho de no haber muerto es para ella la prueba de que Dios quiere darle tiempo para que se reconcilie con su hija Beatriz. Mañana temprano la llamará por teléfono. Le dirá que no le guarda rencor por haber convencido a su yerno Saulo de que la encerraran en el asilo; se lo agradece, porque está rodeada por personas de su edad, con las que sí puede conversar sin que se aburran y le den la espalda.
Suena el teléfono. Todos miran hacia la puerta en espera de que Gilberto, el empleado de turno, aparezca en el salón y diga para quién es la llamada. Excepto Eunice, los asilados tienen hijos, nietos, bisnietos, parientes, amigos, antiguos vecinos que los olvidaron. Tal vez la tromba les haya refrescado la memoria y quieran saber cómo están sus padres, abuelos, bisabuelos.
Gilberto entreabre la puerta del salón y grita: "Eunice: teléfono". La aludida permanece indiferente. Su vecina le sacude el hombro: "Es para usted. La llaman, apúrele".
Eunice levanta los hombros y les recuerda a sus compañeros lo que saben: no tiene a nadie en el mundo. Gilberto, que aún debe sacar a la calle las bolsas de plástico negro llenas de hojas, ramas y bloques de hielo, pierde la paciencia y dice que colgará sin más.
Fabiola lo detiene y convence a Eunice de que vaya a contestar porque, total, si no es para ella por lo menos le hará bien la caminadita por el pasillo. Incómoda al verse convertida en centro de atención, Eunice se despoja de la frazada, se levanta y camina con los brazos levantados, como si temiera chocar con los muebles o estrellarse contra los muros.
Los asilados llevan la contabilidad de los pasos que median entre sus habitaciones y el comedor y la capilla; también guardan registro de los que deben dar para ir del salón de usos múltiples al teléfono en el pasillo. Adquirieron esos conocimientos cuando la madre Piedad, que en paz descanse, les advirtió que Dios quizá tuviera dispuesto someterlos a otra prueba privándolos de la vista, y entonces ellos tendrían que ser sus propios lazarillos.
La capacitación de los ancianos duró meses. A todas horas se les veía ir y venir por el asilo contando pasos y gritando las cifras finales como si se tratara de una lotería: "Noventa y ocho de mi cuarto al comedor", "Nomás 14 de mi cama al baño". La única que no registró cuántos pasos se necesitaban para ir del salón al teléfono fue Eunice; pero los demás sabían muy bien que eran 33: la edad de Cristo.
Los compañeros de Eunice se dan cuenta de que llegó al teléfono cuando al fin pronuncian la cifra clave: 33. Satisfechos de no haberse equivocado, guardan silencio para escuchar lo que ella dice: "Bueno. ¿Quién habla? Sí, soy yo: Eunice Alvarez. ¿Quién es usted?" No se oye nada más. Los asilados deducen que Gilberto se equivocó, pero lo disculpan porque el pobre muchacho tiene un trabajal enorme. Desde la mañana del jueves no ha hecho sino levantar escombros, ramas rotas y bloques de hielo.
Pascual aprovecha para repetir que una vez fue de excursión al Nevado de Toluca y que después de aquella mañana nunca había vuelto a ver tanta nieve como el miércoles por la noche. Levanta los ojos y describe lo que todos miraron: un manto helado sobre el pasto desigual del jardín, ramas quebradas en los arriates, y hojas y trozos de hielo cayendo desde los fresnos.
Suspende su relato y les pide a sus amigos que pongan atención porque le pareció escuchar la risa de Eunice. Dolores asegura que lo que están oyendo son quejidos. Miguel se pone de pie. Esteban le impide que se acerque a la puerta. Aprovecha para confesarles que lo único que le molesta de ellos es que lo oigan cuando su hermana lo llama por teléfono los domingos para culparlo de haber perdido la casita heredada de su madre. Por eso ahora tiene que vivir con una prima que la trata muy mal.
Irene vuelve a ocultar la ramita de hiedra bajo su manta. Sadot toma otro cigarro pero no lo enciende: ya consumió su cuota diaria. Se escuchan pasos en el corredor. Los asilados se vuelven hacia la puerta mientras murmuran la cuenta regresiva: "seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno". Se levantan para recibir a Eunice. Quizá esté desolada y los necesite más que la noche del miércoles, cuando salió de su cuarto dando de gritos, empavorecida por los golpes del agua y el granizo.
Con la misma intensidad llueven sobre Eunice las preguntas: ¿quién era?, ¿quién te llamó?, ¿por qué tardaste tanto? Agobiada, Eunice ocupa su lugar, espera a que todos hagan lo mismo y explica que la llamó Adalberto. Le recordó que habían sido novios de jóvenes y, al enterarse de los desastres causados por la tromba, ansiaba tener noticias suyas.
Los asilados le hacen una sola pregunta, en tono de escepticismo, burla, malicia, fastidio: si no tienes a nadie en el mundo, ¿cómo supo ese tipo que podía encontrarte aquí? Eunice parpadea y confiesa que ella misma no logra explicárselo: no recuerda haber conocido a ningún Adalberto, pero no se lo dijo y le permitió hablar hasta que al fin se despidió. Fabiola le exige que diga por qué escuchó a un desconocido. La respuesta de Eunice es muy simple: comprendió que el hombre estaba muy solo.
Se pone de pie, reacomoda la cobija sobre sus hombros, da las buenas noches y empieza a contar los pasos que la separan de su cuarto. Los asilados se disponen a hacer lo mismo. Mientras caminan cuentan. Las cifras rebotan contra las paredes, igual que el miércoles resonaron la lluvia y el granizo.
Envueltos en sus cobijas, los ancianos parecen crisálidas. En sus rostros hay señales de alerta. Ahondan las líneas en sus frentes, enredan los ángulos de sus ojos, subrayan las comisuras que enmarcan una sonrisa de alivio que, por momentos, es también de temor: nadie sabe si volverán a estar en peligro.
Todos al mismo tiempo hablan de la tromba en voz alta, perforada por carraspeos y toses. Recuerdan que a las 8:37... Corrigen: no, a las 8:40, porque estaba dándole cuerda a mi reloj y vi la hora. Sea como fuere, oyeron golpes en sus ventanas. Cada uno los interpretó a su modo: "Creí que era el viento". "Pensé que estaba temblando". "Eugenio me apedrea los vidrios".
Eugenio se siente orgulloso de que Delia, su eterna enemiga, lo haya mencionado sin repetir los insultos: apestoso, majadero, aburrido, meón, bueno-para-nada, cegatón, feo. Eugenio le agradece en especial que hoy no lo llame "viejo inútil". Después de todo él fue quien retiró los trozos de hielo que le impedían a Delia abrir su puerta.
Aurelia, la más pequeña de estatura, logra imponer su voz para dar su interpretación de la granizada. "Cuando mi hermana Julia murió, escuché los mismos golpes en toda la casa, por eso el miércoles pensé: de la familia nada más quedo yo. Llegó el momento de irme. No me dio miedo, sólo me encomendé a Nuestro Señor". Toma la punta de la cobija y la sube hasta su barbilla para evitar que se escape el calor de su cuerpo: señal de que sigue viva y que dentro de un mes superará a su hermana Julia, fallecida a los 92 años.
Incómodo ante la alusión a la muerte, Jerónimo se apresura a contar que la lluvia entró en su cuarto por el vidrio roto. No insiste, como otras veces, en que lleva años pidiéndole a la administradora del asilo que se lo reponga; sólo habla de los goterones que salpicaron su sillón y la revista en la que estaba leyendo un artículo acerca del reservorio de plantas que se instalará en la Luna por si sucede algo en la Tierra.
Irene se despoja de la manta que cubre también la botella color ámbar, donde se hunde en el agua una larga rama de hiedra. Hace tres años, antes de asilarse, la cortó de la enredadera en el patio de su casa: una ruina tan olvidada como ella. Está segura de que su vida se prolongará hasta el día en que la hiedra crezca lo suficiente como para tapizar las paredes de su cuarto. Afirma que al oír la granizada y los raudales de agua bramando en los patios corrió a poner la botella ámbar en la repisa.
Sadot enciende un cigarro. Nadie protesta. Después del gran peligro en que estuvieron, para los ancianos hoy no significa nada el humo del tabaco.
Miran cómo envuelve a Sadot mientras asegura que al ver las corrientes recordó sus ríos de Veracruz, y cómo arrastraban de un poblado a otro la música de los arpistas. El sonido era una invitación para que todo el mundo acudiera a un casorio, un bautizo, unas bodas de plata, la llegada de un párroco nuevo o el retorno de un hijo derrotado por la violencia en la frontera.
Sadot no concede importancia a las miradas incrédulas que intercambian sus compañeros. Sabe que lo que cuenta es tan cierto como que la música jarocha igualaba a las gentes que iban a las fiestas sin que nadie les cerrara las puertas porque estuvieran mal vestidos o profesaran otra religión.
Fabiola suspira -"Qué bonito"-, y dice que le gustaría conocer el mar. Espera poder cumplir su sueño antes de que caiga otra granizada y destruya parte de su techo. Se lleva las manos a la cabeza, detecta entre los mechones de pelo una piedrita y se la entrega a su vecino como prueba del riesgo en el que estuvo.
Imaginar su cuerpo atrapado entre bloques de yeso y piedras la conmueve. Fabiola llora sobre el cadáver en que por fortuna no se convirtió. El hecho de no haber muerto es para ella la prueba de que Dios quiere darle tiempo para que se reconcilie con su hija Beatriz. Mañana temprano la llamará por teléfono. Le dirá que no le guarda rencor por haber convencido a su yerno Saulo de que la encerraran en el asilo; se lo agradece, porque está rodeada por personas de su edad, con las que sí puede conversar sin que se aburran y le den la espalda.
Suena el teléfono. Todos miran hacia la puerta en espera de que Gilberto, el empleado de turno, aparezca en el salón y diga para quién es la llamada. Excepto Eunice, los asilados tienen hijos, nietos, bisnietos, parientes, amigos, antiguos vecinos que los olvidaron. Tal vez la tromba les haya refrescado la memoria y quieran saber cómo están sus padres, abuelos, bisabuelos.
Gilberto entreabre la puerta del salón y grita: "Eunice: teléfono". La aludida permanece indiferente. Su vecina le sacude el hombro: "Es para usted. La llaman, apúrele".
Eunice levanta los hombros y les recuerda a sus compañeros lo que saben: no tiene a nadie en el mundo. Gilberto, que aún debe sacar a la calle las bolsas de plástico negro llenas de hojas, ramas y bloques de hielo, pierde la paciencia y dice que colgará sin más.
Fabiola lo detiene y convence a Eunice de que vaya a contestar porque, total, si no es para ella por lo menos le hará bien la caminadita por el pasillo. Incómoda al verse convertida en centro de atención, Eunice se despoja de la frazada, se levanta y camina con los brazos levantados, como si temiera chocar con los muebles o estrellarse contra los muros.
Los asilados llevan la contabilidad de los pasos que median entre sus habitaciones y el comedor y la capilla; también guardan registro de los que deben dar para ir del salón de usos múltiples al teléfono en el pasillo. Adquirieron esos conocimientos cuando la madre Piedad, que en paz descanse, les advirtió que Dios quizá tuviera dispuesto someterlos a otra prueba privándolos de la vista, y entonces ellos tendrían que ser sus propios lazarillos.
La capacitación de los ancianos duró meses. A todas horas se les veía ir y venir por el asilo contando pasos y gritando las cifras finales como si se tratara de una lotería: "Noventa y ocho de mi cuarto al comedor", "Nomás 14 de mi cama al baño". La única que no registró cuántos pasos se necesitaban para ir del salón al teléfono fue Eunice; pero los demás sabían muy bien que eran 33: la edad de Cristo.
Los compañeros de Eunice se dan cuenta de que llegó al teléfono cuando al fin pronuncian la cifra clave: 33. Satisfechos de no haberse equivocado, guardan silencio para escuchar lo que ella dice: "Bueno. ¿Quién habla? Sí, soy yo: Eunice Alvarez. ¿Quién es usted?" No se oye nada más. Los asilados deducen que Gilberto se equivocó, pero lo disculpan porque el pobre muchacho tiene un trabajal enorme. Desde la mañana del jueves no ha hecho sino levantar escombros, ramas rotas y bloques de hielo.
Pascual aprovecha para repetir que una vez fue de excursión al Nevado de Toluca y que después de aquella mañana nunca había vuelto a ver tanta nieve como el miércoles por la noche. Levanta los ojos y describe lo que todos miraron: un manto helado sobre el pasto desigual del jardín, ramas quebradas en los arriates, y hojas y trozos de hielo cayendo desde los fresnos.
Suspende su relato y les pide a sus amigos que pongan atención porque le pareció escuchar la risa de Eunice. Dolores asegura que lo que están oyendo son quejidos. Miguel se pone de pie. Esteban le impide que se acerque a la puerta. Aprovecha para confesarles que lo único que le molesta de ellos es que lo oigan cuando su hermana lo llama por teléfono los domingos para culparlo de haber perdido la casita heredada de su madre. Por eso ahora tiene que vivir con una prima que la trata muy mal.
Irene vuelve a ocultar la ramita de hiedra bajo su manta. Sadot toma otro cigarro pero no lo enciende: ya consumió su cuota diaria. Se escuchan pasos en el corredor. Los asilados se vuelven hacia la puerta mientras murmuran la cuenta regresiva: "seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno". Se levantan para recibir a Eunice. Quizá esté desolada y los necesite más que la noche del miércoles, cuando salió de su cuarto dando de gritos, empavorecida por los golpes del agua y el granizo.
Con la misma intensidad llueven sobre Eunice las preguntas: ¿quién era?, ¿quién te llamó?, ¿por qué tardaste tanto? Agobiada, Eunice ocupa su lugar, espera a que todos hagan lo mismo y explica que la llamó Adalberto. Le recordó que habían sido novios de jóvenes y, al enterarse de los desastres causados por la tromba, ansiaba tener noticias suyas.
Los asilados le hacen una sola pregunta, en tono de escepticismo, burla, malicia, fastidio: si no tienes a nadie en el mundo, ¿cómo supo ese tipo que podía encontrarte aquí? Eunice parpadea y confiesa que ella misma no logra explicárselo: no recuerda haber conocido a ningún Adalberto, pero no se lo dijo y le permitió hablar hasta que al fin se despidió. Fabiola le exige que diga por qué escuchó a un desconocido. La respuesta de Eunice es muy simple: comprendió que el hombre estaba muy solo.
Se pone de pie, reacomoda la cobija sobre sus hombros, da las buenas noches y empieza a contar los pasos que la separan de su cuarto. Los asilados se disponen a hacer lo mismo. Mientras caminan cuentan. Las cifras rebotan contra las paredes, igual que el miércoles resonaron la lluvia y el granizo.
A la nochecita
Tomado de La Hora Del Pueblo
Jaime Avilés
Por la ventana de la tienda de campaña de Andrés Manuel López Obrador, frente al balcón central del Palacio Nacional en el Zócalo, como un pájaro entra un grito:
-¡Andrés!
Sentado de espaldas a una bandera de México, que Jesusa Rodríguez le colocó detrás de la silla donde trabaja alrededor de 14 horas cada día, el político tabasqueño también grita:
-¿Qué quieres?
-¡Te trajeron un regalo! -le responde la otra voz.
-¡Ahorita no!
-¡Ahorita sí! ¡Me dijeron que tienes que escoger! ¡Es uno para ti y otro para mí!
-¡Está bien, pásale!
Y a paso veloz, gordito y con el pelo corto, sin dientes caninos, de camiseta blanca y pantalón corto, entra en la tienda un niño con dos botellas de plástico llenas de esos refrescos del siglo XXI que parecen jabones líquidos para sacarle brillo al piso.
-¿Cuál quieres? ¿El rojo o el azul? -dice el niño.
-Dame el rojo. Necesito una transfusión de sangre -bromea el dirigente.
-Bueno, pero me guardas el mío, ¿eh? -replica el gordito y se va como vino: corriendo.
-Muchacho cabrón -sonríe Andrés Manuel-, me deja el suyo para tener pretexto para regresar. Es listísimo.
-El niño se llama Juan Manuel Zúñiga Romero, de 10 años de edad, y ha pasado la mitad de su vida en la calle, "vendiendo paragüitas", dice, en los portales de 20 de Noviembre.
Desde que el plantón se instaló en el Zócalo, el 30 de julio, se acercó al "campamento cero", el de López Obrador, y nadie sabe cómo se las ingenió para entrevistarse con él. Pero Julia Arnaut, la asistente de Jesusa, recuerda que el muchachito abrió fuego quejándose de los encargados de la seguridad.
-Nunca me dejan entrar -protestó cuando al fin tuvo al líder ante sí y le contó su problema, que ahora le vuelve a plantear a este cronista.
Dice que cinco años atrás estaba "en Justo Sierra" -fórmula que usa para referirse a la casa de su abuelito, en la calle Justo Sierra, donde vivía con sus papás-, cuando "entraron unos señores de negro, que dizque a revisar y ellos pusieron la droga", afirma, y lo hace de corrido, como que ha relatado esa historia miles de veces, antes de añadir: "Luego vino la policía y se llevó a mi mamá".
A partir de ese momento, Adriana Romero Torres, su madre, está presa por delitos contra la salud en la penitenciaría de Santa Martha Acatitla, un lustro largo en que el niño, abandonado cíclicamente por el papá y más o menos atendido por el abuelo, ha tenido que seguir creciendo de cualquiera manera y pasando la mayor parte del tiempo en la calle.
Después de escucharlo, Andrés Manuel le dio un gafete con su firma para que pueda visitarlo cada vez que se le ofrezca. Y el niño, que ahora también trae colgada al cuello su acreditación de "delegado" a la convención nacional democrática, busca el apoyo de los políticos y los periodistas que pululan por ahí, haciendo él mismo su propia lucha en favor del Peje:
-Yo quiero que quiten al profesor Hugo, de la escuela primaria Guadalupe Zavaleta, aquí en el centro, porque siempre está echando mentiras del licenciado Andrés Manuel...
Jaime Avilés
Por la ventana de la tienda de campaña de Andrés Manuel López Obrador, frente al balcón central del Palacio Nacional en el Zócalo, como un pájaro entra un grito:
-¡Andrés!
Sentado de espaldas a una bandera de México, que Jesusa Rodríguez le colocó detrás de la silla donde trabaja alrededor de 14 horas cada día, el político tabasqueño también grita:
-¿Qué quieres?
-¡Te trajeron un regalo! -le responde la otra voz.
-¡Ahorita no!
-¡Ahorita sí! ¡Me dijeron que tienes que escoger! ¡Es uno para ti y otro para mí!
-¡Está bien, pásale!
Y a paso veloz, gordito y con el pelo corto, sin dientes caninos, de camiseta blanca y pantalón corto, entra en la tienda un niño con dos botellas de plástico llenas de esos refrescos del siglo XXI que parecen jabones líquidos para sacarle brillo al piso.
-¿Cuál quieres? ¿El rojo o el azul? -dice el niño.
-Dame el rojo. Necesito una transfusión de sangre -bromea el dirigente.
-Bueno, pero me guardas el mío, ¿eh? -replica el gordito y se va como vino: corriendo.
-Muchacho cabrón -sonríe Andrés Manuel-, me deja el suyo para tener pretexto para regresar. Es listísimo.
-El niño se llama Juan Manuel Zúñiga Romero, de 10 años de edad, y ha pasado la mitad de su vida en la calle, "vendiendo paragüitas", dice, en los portales de 20 de Noviembre.
Desde que el plantón se instaló en el Zócalo, el 30 de julio, se acercó al "campamento cero", el de López Obrador, y nadie sabe cómo se las ingenió para entrevistarse con él. Pero Julia Arnaut, la asistente de Jesusa, recuerda que el muchachito abrió fuego quejándose de los encargados de la seguridad.
-Nunca me dejan entrar -protestó cuando al fin tuvo al líder ante sí y le contó su problema, que ahora le vuelve a plantear a este cronista.
Dice que cinco años atrás estaba "en Justo Sierra" -fórmula que usa para referirse a la casa de su abuelito, en la calle Justo Sierra, donde vivía con sus papás-, cuando "entraron unos señores de negro, que dizque a revisar y ellos pusieron la droga", afirma, y lo hace de corrido, como que ha relatado esa historia miles de veces, antes de añadir: "Luego vino la policía y se llevó a mi mamá".
A partir de ese momento, Adriana Romero Torres, su madre, está presa por delitos contra la salud en la penitenciaría de Santa Martha Acatitla, un lustro largo en que el niño, abandonado cíclicamente por el papá y más o menos atendido por el abuelo, ha tenido que seguir creciendo de cualquiera manera y pasando la mayor parte del tiempo en la calle.
Después de escucharlo, Andrés Manuel le dio un gafete con su firma para que pueda visitarlo cada vez que se le ofrezca. Y el niño, que ahora también trae colgada al cuello su acreditación de "delegado" a la convención nacional democrática, busca el apoyo de los políticos y los periodistas que pululan por ahí, haciendo él mismo su propia lucha en favor del Peje:
-Yo quiero que quiten al profesor Hugo, de la escuela primaria Guadalupe Zavaleta, aquí en el centro, porque siempre está echando mentiras del licenciado Andrés Manuel...
vendredi, septembre 08, 2006
Convivir con las ausencias debería de estar prohibido
Marcelo Soria.
Me caí que vivir en nuestro país es realmente difícil. Levantarte temprano y decidido a lidiar con un mundo que más que representar un obstáculo fehaciente, se convierte en un verdadero infierno. Sin más ni más, pareces condenado (y en todo momento) a toparte con todo un catálogo de agravios que en el mejor de los casos toleras porque no te queda de otra, pero que en el fondo odias. Deshonestidad, hipocresía, vituperios, desdenes, desilusiones, engaños, desamores y toda la larga lista de etcéteras que quieran ser agregados.
No es la primera vez que me sucede, pero cuando realmente me siento bien, cuando comienzo a sentirme realmente pleno; estoy equivocado y condenado a una frase que leí no recuerdo dónde... "La vida, no es mas que una interminable sucesión de soledades..." En realidad a todo esto no le tomo mucha importancia porque en el fondo se que no constituye un problema o demonio con el cual tenga que lidiar; afortunadamente he aprendido que convivir con ellos, es menos desgastante que tratar de erradicarlos.
Ya no se si definir como fortuna o desgracia el hecho de haber sido ¿colocado? En ésta vida como un animal autodefinido “racional”. Un animal condenado a vivir con su alter ego y atormentado a diario por la seguridad de saber que su propia existencia constituye un problema que tiene que resolver y del cual no puede escapar. ¡Chingaos! Que diferente sería si me hubiera tocado ser una abeja y vivir volando de flor en flor, o una rana, un pez o un perro olisqueando el trasero de otro, o… ¡qué se yo! Todo, excepto éste saco de piel relleno de carne, huesos y pensamientos propios y ajenos que represento.
Creo que el amor si es ése motor que mueve y revoluciona al mundo, el que aligera o pretende aligerar todas las cargas que se nos presentan a diario… ¡Bienaventurados aquellos que disfrutan de dicha gracia! A mi, en éste momento me ha tocado estar en el paredón contrario, por alguna estúpida razón (que no pretendo desconocer) he perdido hace poco “ese puerto”, estoy de vuelta en el mismo lugar (y ya casi acostumbrado) en el que inicié al llegar a éste mundo… me encuentro de nueva cuenta en el mismo rincón que me a reservado la soledad, de todo esto estoy seguro que no he de morir, “a todo termina acostumbrado uno”. De lo que si estoy seguro es de que convivir con las ausencias de las personas que amas, debería estar prohibido… ¡eso en verdad si que duele!
Me caí que vivir en nuestro país es realmente difícil. Levantarte temprano y decidido a lidiar con un mundo que más que representar un obstáculo fehaciente, se convierte en un verdadero infierno. Sin más ni más, pareces condenado (y en todo momento) a toparte con todo un catálogo de agravios que en el mejor de los casos toleras porque no te queda de otra, pero que en el fondo odias. Deshonestidad, hipocresía, vituperios, desdenes, desilusiones, engaños, desamores y toda la larga lista de etcéteras que quieran ser agregados.
No es la primera vez que me sucede, pero cuando realmente me siento bien, cuando comienzo a sentirme realmente pleno; estoy equivocado y condenado a una frase que leí no recuerdo dónde... "La vida, no es mas que una interminable sucesión de soledades..." En realidad a todo esto no le tomo mucha importancia porque en el fondo se que no constituye un problema o demonio con el cual tenga que lidiar; afortunadamente he aprendido que convivir con ellos, es menos desgastante que tratar de erradicarlos.
Ya no se si definir como fortuna o desgracia el hecho de haber sido ¿colocado? En ésta vida como un animal autodefinido “racional”. Un animal condenado a vivir con su alter ego y atormentado a diario por la seguridad de saber que su propia existencia constituye un problema que tiene que resolver y del cual no puede escapar. ¡Chingaos! Que diferente sería si me hubiera tocado ser una abeja y vivir volando de flor en flor, o una rana, un pez o un perro olisqueando el trasero de otro, o… ¡qué se yo! Todo, excepto éste saco de piel relleno de carne, huesos y pensamientos propios y ajenos que represento.
Y aunado a esto vivir explícitamente en México se está convirtiendo en un verdadero vía crucis. El país de “la democracia”, el de: “el estado de derecho”, de: “las instituciones”, de: “la transparencia”, el de: “nadie está por encima de la ley” y el de todos los eufemismos habidos y por haber… yo creo estar convencido de que a éste país lo mantienen sostenido un par de mondadientes y que la supuesta “democracia” que vivimos no es más que una ramera gorda, desfigurada y fea de un tugurio disfrazado de “antro VIP”.
Creo que el amor si es ése motor que mueve y revoluciona al mundo, el que aligera o pretende aligerar todas las cargas que se nos presentan a diario… ¡Bienaventurados aquellos que disfrutan de dicha gracia! A mi, en éste momento me ha tocado estar en el paredón contrario, por alguna estúpida razón (que no pretendo desconocer) he perdido hace poco “ese puerto”, estoy de vuelta en el mismo lugar (y ya casi acostumbrado) en el que inicié al llegar a éste mundo… me encuentro de nueva cuenta en el mismo rincón que me a reservado la soledad, de todo esto estoy seguro que no he de morir, “a todo termina acostumbrado uno”. De lo que si estoy seguro es de que convivir con las ausencias de las personas que amas, debería estar prohibido… ¡eso en verdad si que duele!
Días de septiembre
Cristina Pacheco.
Cada septiembre Juan Puertos abandona el servicio de limpia para dedicarse a la venta de banderas, cascos, rehiletes, sombreros charros, chinas poblanas en miniatura y otras curiosidades teñidas con los colores patrios.
Desde el primero de septiembre Juan ya no barre las calles: recorre el centro envuelto en una ola tricolor hecha de percal, listón, palma, papel de china... En actitud solemne, casi marcial, se aposta en las esquinas a la espera de compradores que disminuyen año con año. Más allá de lo que significa para su bolsillo, la disminución lo alarma, porque es señal de que el pueblo va alejándose cada vez más de sus tradiciones.
El aprendió a respetarlas gracias a sus padres -Emigdio y Margarita-, artesanos de oficio. Su casa era el taller donde elaboraban juguetes y adornos para las celebraciones populares. A partir del mes de julio, sobre los escasos muebles se distribuían los materiales para la fabricación de artículos patrios.
Desde muy pequeño Juan fue ayudante de sus padres y así aprendió un oficio que le brindaba muchos momentos de diversión. Su juego predilecto consistía en esconderse bajo los lienzos verde, blanco y rojo que su madre iba uniendo a punta de aguja. A partir de que las telas se integraban en una sola para dividirse en infinidad de banderitas, Juan, por órdenes de su padre, tenía que renunciar al juego "por respeto al lábaro".
II
Para vender sus productos, a principios de septiembre la familia viajaba por ranchos y poblados remotos. En medio de la desolación y la aridez, el carrito lleno de artesanías tricolores semejaba un oasis, un jardín surgido de milagro en el desierto.
A Juan le correspondía atraer a la clientela soplando su corneta. El sonido monótono y ríspido era un llamado para los perros. Sus ladridos despertaban la curiosidad de las niñas y las mujeres que poco a poco iban acercándose a preguntar los precios. Los repetían a gritos para que las oyeran sus padres o sus maridos y aprobaran la compra.
Un viernes por la mañana Juan y su familia se desviaron de su recorrido habitual y se dirigieron al poblado de Teherán. Aunque en el señalamiento que había en la entrada constaba el número de pobladores (mil 500), el lugar parecía abandonado. Su calle principal desembocaba en el zócalo: un rectángulo de cemento bordeado de enebros y casuarinas. Lo rodeaban unos cuantos galerones muy bajos. Todos eran comercios, excepto el último: Escuela Primaria Niños Héroes.
Por las ventanas escapaba el sonsonete de la declamación que repetían los estudiantes: "Verde es la esperanza amada,/ blanca la inocente vida,/ colorada enrojecida/ es la llama del amor/ con que el niño mexicano/ debe tener en su mano/ el pabellón tricolor".
Don Emigdio detuvo su carrito en el zócalo, frente a la escuela, y le ordenó a Juan que tocara la corneta. Los perros que dormitaban a la sombra de los árboles se despertaron. Su escándalo acalló las voces de los niños que de inmediato aparecieron en las ventanas sin atender las indicaciones de su maestra: "A sus lugares. ¿Qué no oyen? ¡Vuelvan a sus pupitres!"
Las ventanas quedaron vacías, pero en la puerta de la escuela apareció una muchacha de vestido pardo, cabello oscuro y trenzado. "Señor, ¿no podrían irse con su carrito un poco más lejos? Los niños se distraen". Don Emigdio le preguntó quién era ella para darle órdenes. La joven no pudo responder: estaba rodeada de niños que le pedían permiso para acercarse al carrito.
En cuanto tuvieron su consentimiento, los alumnos cruzaron al zócalo. Preguntaban entusiasmados el precio de las banderitas, de los cascos, de los festones y de los rehiletes movidos por la fuerza del viento seco y ardiente. Ocupados en reunir las pocas monedas que tenían, no escucharon el llamado que la muchacha les hizo desde la ventana: "Ya estuvo bueno. Regresen". Esperó un momento y volvió a gritar desde allí: "Señor, que no le quiten el tiempo: ni van a comprarle nada". Los niños le contestaron con una silbatina.
Inquieto por el desorden que involuntariamente había provocado, don Emigdio les sugirió que volvieran a la escuela. Logró convencerlos bajo promesa de que permanecería en el zócalo hasta la salida de clases. Los niños aceptaron el arreglo y durante el resto de la mañana Juan y sus padres escucharon la machacona repetición, a veces interrumpida por la voz de la profesora: "Se equivocaron. Otra vez: Verde es la esperanza amada..."
III
El reloj de la iglesia marcó la una de la tarde. La cantinela infantil cesó y los alumnos regresaron al zócalo. Al final apareció la muchacha. Algunos niños la llaman por su nombre -Maura- y otros "maestra". Doña Margarita le preguntó por qué les daba clases a niños que eran casi de su edad.
"Hace un año se fue el maestro Humberto. Un día se puso malo y tuvo que irse a San Luis, porque aquí no hay doctores. Me dejó encargada del grupo y pues, ni modo, hago lo que puedo. Ahorita, por ejemplo, como ya se acercan las fiestas patrias, estoy recordando con los niños la recitación de la bandera que él nos enseñó. Le gustaba que la declamáramos en septiembre. Era una festividad muy bonita: poníamos adornos en la escuela y luego desfilábamos con la bandera. La que tenemos ya está toda descolorida. ¿Cuánto vale una grande como éstas que vende usted?"
Don Emigdio se quedó pensativo un instante y al fin le entregó a Maura una bandera: "Para ti no cuesta nada. Te la regalo". La muchacha retrocedió y dijo: "No, gracias, me da pena". Los niños gritaron. "Sí, seño, no sea mala. Deje que nos la regale". Maura la tomó con gran respeto mientras los niños la miraban en silencio. Alguien pronunció el primer verso del poema: "Verde es la esperanza amada..." Después otras voces continuaron con el resto de la declamación.
Poco a poco en quicios y ventanas aparecieron los habitantes fantasmales de Teherán. El reloj de la iglesia dio dos campanadas.
"Es hora de irnos", dijo don Emigdio. Mientras se alejaban de Teherán siguieron escuchando el coro de niños y en el centro la voz de Maura.
IV
Después, cuando Juan pudo ir a la escuela, rencontró a Maura en la figura de la mujer que en la portada de su libro de lectura aparecía orgullosa con la bandera en sus brazos. Ahora, cada septiembre, mientras empuja su carrito rebosante de banderas y rehiletes, Juan Puertos tiene la impresión de que regresa a Teherán.
Para revivir esa sensación, año con año se presenta ante su jefe y le pide permiso de ausentarse sin sueldo las dos primeras semanas de septiembre. No le revela el motivo. Sus compañeros lo atribuyen a aventuras con mujeres. Es cierto: Juan siente que al pregonar las banderas se rencuentra con Maura. La patria, para él, tendrá siempre el rostro de Maura.
Cada septiembre Juan Puertos abandona el servicio de limpia para dedicarse a la venta de banderas, cascos, rehiletes, sombreros charros, chinas poblanas en miniatura y otras curiosidades teñidas con los colores patrios.
Desde el primero de septiembre Juan ya no barre las calles: recorre el centro envuelto en una ola tricolor hecha de percal, listón, palma, papel de china... En actitud solemne, casi marcial, se aposta en las esquinas a la espera de compradores que disminuyen año con año. Más allá de lo que significa para su bolsillo, la disminución lo alarma, porque es señal de que el pueblo va alejándose cada vez más de sus tradiciones.
El aprendió a respetarlas gracias a sus padres -Emigdio y Margarita-, artesanos de oficio. Su casa era el taller donde elaboraban juguetes y adornos para las celebraciones populares. A partir del mes de julio, sobre los escasos muebles se distribuían los materiales para la fabricación de artículos patrios.
Desde muy pequeño Juan fue ayudante de sus padres y así aprendió un oficio que le brindaba muchos momentos de diversión. Su juego predilecto consistía en esconderse bajo los lienzos verde, blanco y rojo que su madre iba uniendo a punta de aguja. A partir de que las telas se integraban en una sola para dividirse en infinidad de banderitas, Juan, por órdenes de su padre, tenía que renunciar al juego "por respeto al lábaro".
II
Para vender sus productos, a principios de septiembre la familia viajaba por ranchos y poblados remotos. En medio de la desolación y la aridez, el carrito lleno de artesanías tricolores semejaba un oasis, un jardín surgido de milagro en el desierto.
A Juan le correspondía atraer a la clientela soplando su corneta. El sonido monótono y ríspido era un llamado para los perros. Sus ladridos despertaban la curiosidad de las niñas y las mujeres que poco a poco iban acercándose a preguntar los precios. Los repetían a gritos para que las oyeran sus padres o sus maridos y aprobaran la compra.
Un viernes por la mañana Juan y su familia se desviaron de su recorrido habitual y se dirigieron al poblado de Teherán. Aunque en el señalamiento que había en la entrada constaba el número de pobladores (mil 500), el lugar parecía abandonado. Su calle principal desembocaba en el zócalo: un rectángulo de cemento bordeado de enebros y casuarinas. Lo rodeaban unos cuantos galerones muy bajos. Todos eran comercios, excepto el último: Escuela Primaria Niños Héroes.
Por las ventanas escapaba el sonsonete de la declamación que repetían los estudiantes: "Verde es la esperanza amada,/ blanca la inocente vida,/ colorada enrojecida/ es la llama del amor/ con que el niño mexicano/ debe tener en su mano/ el pabellón tricolor".
Don Emigdio detuvo su carrito en el zócalo, frente a la escuela, y le ordenó a Juan que tocara la corneta. Los perros que dormitaban a la sombra de los árboles se despertaron. Su escándalo acalló las voces de los niños que de inmediato aparecieron en las ventanas sin atender las indicaciones de su maestra: "A sus lugares. ¿Qué no oyen? ¡Vuelvan a sus pupitres!"
Las ventanas quedaron vacías, pero en la puerta de la escuela apareció una muchacha de vestido pardo, cabello oscuro y trenzado. "Señor, ¿no podrían irse con su carrito un poco más lejos? Los niños se distraen". Don Emigdio le preguntó quién era ella para darle órdenes. La joven no pudo responder: estaba rodeada de niños que le pedían permiso para acercarse al carrito.
En cuanto tuvieron su consentimiento, los alumnos cruzaron al zócalo. Preguntaban entusiasmados el precio de las banderitas, de los cascos, de los festones y de los rehiletes movidos por la fuerza del viento seco y ardiente. Ocupados en reunir las pocas monedas que tenían, no escucharon el llamado que la muchacha les hizo desde la ventana: "Ya estuvo bueno. Regresen". Esperó un momento y volvió a gritar desde allí: "Señor, que no le quiten el tiempo: ni van a comprarle nada". Los niños le contestaron con una silbatina.
Inquieto por el desorden que involuntariamente había provocado, don Emigdio les sugirió que volvieran a la escuela. Logró convencerlos bajo promesa de que permanecería en el zócalo hasta la salida de clases. Los niños aceptaron el arreglo y durante el resto de la mañana Juan y sus padres escucharon la machacona repetición, a veces interrumpida por la voz de la profesora: "Se equivocaron. Otra vez: Verde es la esperanza amada..."
III
El reloj de la iglesia marcó la una de la tarde. La cantinela infantil cesó y los alumnos regresaron al zócalo. Al final apareció la muchacha. Algunos niños la llaman por su nombre -Maura- y otros "maestra". Doña Margarita le preguntó por qué les daba clases a niños que eran casi de su edad.
"Hace un año se fue el maestro Humberto. Un día se puso malo y tuvo que irse a San Luis, porque aquí no hay doctores. Me dejó encargada del grupo y pues, ni modo, hago lo que puedo. Ahorita, por ejemplo, como ya se acercan las fiestas patrias, estoy recordando con los niños la recitación de la bandera que él nos enseñó. Le gustaba que la declamáramos en septiembre. Era una festividad muy bonita: poníamos adornos en la escuela y luego desfilábamos con la bandera. La que tenemos ya está toda descolorida. ¿Cuánto vale una grande como éstas que vende usted?"
Don Emigdio se quedó pensativo un instante y al fin le entregó a Maura una bandera: "Para ti no cuesta nada. Te la regalo". La muchacha retrocedió y dijo: "No, gracias, me da pena". Los niños gritaron. "Sí, seño, no sea mala. Deje que nos la regale". Maura la tomó con gran respeto mientras los niños la miraban en silencio. Alguien pronunció el primer verso del poema: "Verde es la esperanza amada..." Después otras voces continuaron con el resto de la declamación.
Poco a poco en quicios y ventanas aparecieron los habitantes fantasmales de Teherán. El reloj de la iglesia dio dos campanadas.
"Es hora de irnos", dijo don Emigdio. Mientras se alejaban de Teherán siguieron escuchando el coro de niños y en el centro la voz de Maura.
IV
Después, cuando Juan pudo ir a la escuela, rencontró a Maura en la figura de la mujer que en la portada de su libro de lectura aparecía orgullosa con la bandera en sus brazos. Ahora, cada septiembre, mientras empuja su carrito rebosante de banderas y rehiletes, Juan Puertos tiene la impresión de que regresa a Teherán.
Para revivir esa sensación, año con año se presenta ante su jefe y le pide permiso de ausentarse sin sueldo las dos primeras semanas de septiembre. No le revela el motivo. Sus compañeros lo atribuyen a aventuras con mujeres. Es cierto: Juan siente que al pregonar las banderas se rencuentra con Maura. La patria, para él, tendrá siempre el rostro de Maura.
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