mercredi, septembre 13, 2006

La tormenta

Cristina Pacheco

Envueltos en sus cobijas, los ancianos parecen crisálidas. En sus rostros hay señales de alerta. Ahondan las líneas en sus frentes, enredan los ángulos de sus ojos, subrayan las comisuras que enmarcan una sonrisa de alivio que, por momentos, es también de temor: nadie sabe si volverán a estar en peligro.

Todos al mismo tiempo hablan de la tromba en voz alta, perforada por carraspeos y toses. Recuerdan que a las 8:37... Corrigen: no, a las 8:40, porque estaba dándole cuerda a mi reloj y vi la hora. Sea como fuere, oyeron golpes en sus ventanas. Cada uno los interpretó a su modo: "Creí que era el viento". "Pensé que estaba temblando". "Eugenio me apedrea los vidrios".

Eugenio se siente orgulloso de que Delia, su eterna enemiga, lo haya mencionado sin repetir los insultos: apestoso, majadero, aburrido, meón, bueno-para-nada, cegatón, feo. Eugenio le agradece en especial que hoy no lo llame "viejo inútil". Después de todo él fue quien retiró los trozos de hielo que le impedían a Delia abrir su puerta.

Aurelia, la más pequeña de estatura, logra imponer su voz para dar su interpretación de la granizada. "Cuando mi hermana Julia murió, escuché los mismos golpes en toda la casa, por eso el miércoles pensé: de la familia nada más quedo yo. Llegó el momento de irme. No me dio miedo, sólo me encomendé a Nuestro Señor". Toma la punta de la cobija y la sube hasta su barbilla para evitar que se escape el calor de su cuerpo: señal de que sigue viva y que dentro de un mes superará a su hermana Julia, fallecida a los 92 años.

Incómodo ante la alusión a la muerte, Jerónimo se apresura a contar que la lluvia entró en su cuarto por el vidrio roto. No insiste, como otras veces, en que lleva años pidiéndole a la administradora del asilo que se lo reponga; sólo habla de los goterones que salpicaron su sillón y la revista en la que estaba leyendo un artículo acerca del reservorio de plantas que se instalará en la Luna por si sucede algo en la Tierra.

Irene se despoja de la manta que cubre también la botella color ámbar, donde se hunde en el agua una larga rama de hiedra. Hace tres años, antes de asilarse, la cortó de la enredadera en el patio de su casa: una ruina tan olvidada como ella. Está segura de que su vida se prolongará hasta el día en que la hiedra crezca lo suficiente como para tapizar las paredes de su cuarto. Afirma que al oír la granizada y los raudales de agua bramando en los patios corrió a poner la botella ámbar en la repisa.

Sadot enciende un cigarro. Nadie protesta. Después del gran peligro en que estuvieron, para los ancianos hoy no significa nada el humo del tabaco.

Miran cómo envuelve a Sadot mientras asegura que al ver las corrientes recordó sus ríos de Veracruz, y cómo arrastraban de un poblado a otro la música de los arpistas. El sonido era una invitación para que todo el mundo acudiera a un casorio, un bautizo, unas bodas de plata, la llegada de un párroco nuevo o el retorno de un hijo derrotado por la violencia en la frontera.

Sadot no concede importancia a las miradas incrédulas que intercambian sus compañeros. Sabe que lo que cuenta es tan cierto como que la música jarocha igualaba a las gentes que iban a las fiestas sin que nadie les cerrara las puertas porque estuvieran mal vestidos o profesaran otra religión.

Fabiola suspira -"Qué bonito"-, y dice que le gustaría conocer el mar. Espera poder cumplir su sueño antes de que caiga otra granizada y destruya parte de su techo. Se lleva las manos a la cabeza, detecta entre los mechones de pelo una piedrita y se la entrega a su vecino como prueba del riesgo en el que estuvo.

Imaginar su cuerpo atrapado entre bloques de yeso y piedras la conmueve. Fabiola llora sobre el cadáver en que por fortuna no se convirtió. El hecho de no haber muerto es para ella la prueba de que Dios quiere darle tiempo para que se reconcilie con su hija Beatriz. Mañana temprano la llamará por teléfono. Le dirá que no le guarda rencor por haber convencido a su yerno Saulo de que la encerraran en el asilo; se lo agradece, porque está rodeada por personas de su edad, con las que sí puede conversar sin que se aburran y le den la espalda.

Suena el teléfono. Todos miran hacia la puerta en espera de que Gilberto, el empleado de turno, aparezca en el salón y diga para quién es la llamada. Excepto Eunice, los asilados tienen hijos, nietos, bisnietos, parientes, amigos, antiguos vecinos que los olvidaron. Tal vez la tromba les haya refrescado la memoria y quieran saber cómo están sus padres, abuelos, bisabuelos.

Gilberto entreabre la puerta del salón y grita: "Eunice: teléfono". La aludida permanece indiferente. Su vecina le sacude el hombro: "Es para usted. La llaman, apúrele".

Eunice levanta los hombros y les recuerda a sus compañeros lo que saben: no tiene a nadie en el mundo. Gilberto, que aún debe sacar a la calle las bolsas de plástico negro llenas de hojas, ramas y bloques de hielo, pierde la paciencia y dice que colgará sin más.

Fabiola lo detiene y convence a Eunice de que vaya a contestar porque, total, si no es para ella por lo menos le hará bien la caminadita por el pasillo. Incómoda al verse convertida en centro de atención, Eunice se despoja de la frazada, se levanta y camina con los brazos levantados, como si temiera chocar con los muebles o estrellarse contra los muros.

Los asilados llevan la contabilidad de los pasos que median entre sus habitaciones y el comedor y la capilla; también guardan registro de los que deben dar para ir del salón de usos múltiples al teléfono en el pasillo. Adquirieron esos conocimientos cuando la madre Piedad, que en paz descanse, les advirtió que Dios quizá tuviera dispuesto someterlos a otra prueba privándolos de la vista, y entonces ellos tendrían que ser sus propios lazarillos.

La capacitación de los ancianos duró meses. A todas horas se les veía ir y venir por el asilo contando pasos y gritando las cifras finales como si se tratara de una lotería: "Noventa y ocho de mi cuarto al comedor", "Nomás 14 de mi cama al baño". La única que no registró cuántos pasos se necesitaban para ir del salón al teléfono fue Eunice; pero los demás sabían muy bien que eran 33: la edad de Cristo.

Los compañeros de Eunice se dan cuenta de que llegó al teléfono cuando al fin pronuncian la cifra clave: 33. Satisfechos de no haberse equivocado, guardan silencio para escuchar lo que ella dice: "Bueno. ¿Quién habla? Sí, soy yo: Eunice Alvarez. ¿Quién es usted?" No se oye nada más. Los asilados deducen que Gilberto se equivocó, pero lo disculpan porque el pobre muchacho tiene un trabajal enorme. Desde la mañana del jueves no ha hecho sino levantar escombros, ramas rotas y bloques de hielo.

Pascual aprovecha para repetir que una vez fue de excursión al Nevado de Toluca y que después de aquella mañana nunca había vuelto a ver tanta nieve como el miércoles por la noche. Levanta los ojos y describe lo que todos miraron: un manto helado sobre el pasto desigual del jardín, ramas quebradas en los arriates, y hojas y trozos de hielo cayendo desde los fresnos.

Suspende su relato y les pide a sus amigos que pongan atención porque le pareció escuchar la risa de Eunice. Dolores asegura que lo que están oyendo son quejidos. Miguel se pone de pie. Esteban le impide que se acerque a la puerta. Aprovecha para confesarles que lo único que le molesta de ellos es que lo oigan cuando su hermana lo llama por teléfono los domingos para culparlo de haber perdido la casita heredada de su madre. Por eso ahora tiene que vivir con una prima que la trata muy mal.

Irene vuelve a ocultar la ramita de hiedra bajo su manta. Sadot toma otro cigarro pero no lo enciende: ya consumió su cuota diaria. Se escuchan pasos en el corredor. Los asilados se vuelven hacia la puerta mientras murmuran la cuenta regresiva: "seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno". Se levantan para recibir a Eunice. Quizá esté desolada y los necesite más que la noche del miércoles, cuando salió de su cuarto dando de gritos, empavorecida por los golpes del agua y el granizo.

Con la misma intensidad llueven sobre Eunice las preguntas: ¿quién era?, ¿quién te llamó?, ¿por qué tardaste tanto? Agobiada, Eunice ocupa su lugar, espera a que todos hagan lo mismo y explica que la llamó Adalberto. Le recordó que habían sido novios de jóvenes y, al enterarse de los desastres causados por la tromba, ansiaba tener noticias suyas.

Los asilados le hacen una sola pregunta, en tono de escepticismo, burla, malicia, fastidio: si no tienes a nadie en el mundo, ¿cómo supo ese tipo que podía encontrarte aquí? Eunice parpadea y confiesa que ella misma no logra explicárselo: no recuerda haber conocido a ningún Adalberto, pero no se lo dijo y le permitió hablar hasta que al fin se despidió. Fabiola le exige que diga por qué escuchó a un desconocido. La respuesta de Eunice es muy simple: comprendió que el hombre estaba muy solo.

Se pone de pie, reacomoda la cobija sobre sus hombros, da las buenas noches y empieza a contar los pasos que la separan de su cuarto. Los asilados se disponen a hacer lo mismo. Mientras caminan cuentan. Las cifras rebotan contra las paredes, igual que el miércoles resonaron la lluvia y el granizo.

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